ALMAS DE PURGATORIO

LIBRO V

LA APUESTA

1

El día uno de noviembre del año mil novecientos ochenta amaneció claro, frío, de brillos de rocío helado en el campo. Un día apetecible para limpiar las tumbas de los muertos, ese día en que el cementerio es jolgorio y disputa por engalanar al tuyo mejor que el vecino. Un día que, este año, acabaría en tragedia.

Lápidas apagadas, de granito las modestas y mármol las más atrevidas, acaban ese día brillantes, casi pulidas. Y en medio de todas ellas, destacando, el mausoleo de los Sanromán, la familia de mi amigo Telesforo, que hasta para quitar las telarañas a sus muertos necesitaba criada.

Aquel año, los dos con los dieciocho ya cumplidos, nos encontramos a las puertas del camposanto por la mañana temprano. No nos veíamos desde el verano porque habíamos empezado la universidad, uno en Badajoz y el otro en Cáceres.

Yo acompañaba a mi madre y él a la suya. Eran amigas, o lo fueron, hasta que doña Casilda se casó con don Calixto, y dejó de ser pobre. Pero se seguían hablando y saludando. Con ellos iba también Vicenta, su criada. Nos saludamos todos. Telesforo y yo nos apartamos y nos pusimos a hablar de nuestras cosas. Reconozco que a mí no me gustaba ir mucho con él porque siempre tenía más que yo. De todo. Pero éramos amigos.

Entramos al cementerio y caminamos entre lápidas y flores. Mis abuelos descansaban en una tumba sencilla, con lápida de granito gris. Telesforo me señaló la tumba de su familia. Yo ya la conocía, pero no sé por qué ese día sentí un extraño escalofrío al mirar.

Era como una casita de campo de estilo neoclásico: tres escalones, flanqueados por cuatro columnas corintias, dos a cada lado, te elevaban a un pórtico desde donde se accedía al interior. Además, las columnas sujetaban un frontispicio triangular donde, con letras doradas, se leía FAMILIA SANROMÁN. Una puerta de madera oscura con relieves tallados y, a cada lado de la entrada, dos cuadros de mármol negro en los que resaltaban, en tonos rosados, unas enormes Alfa, a la izquierda, y Omega a la derecha, completaban la fachada.

—Es hermosa, ¿verdad?

Esas eran las cosas que molestaban de Telesforo, su presunción que no podía callar.

—Total, para lo que se disfruta —dije yo, intentando ocultar mi malestar.

Sonrió y nos despedimos hasta la tarde. Él se fue a su “casa de campo (santo)” y yo me fui con mi madre a colocar nuestras flores y fregar la lápida de los abuelos.

Esa noche nos volvimos a ver en la casa de Secundino, que nos había dicho que sus padres habían ido al pueblo de su madre y se quedarían allí a dormir, por lo que disponíamos de su casa toda la noche.

Estábamos casi todos los “Pifostios”, así nos llamábamos a nosotros mismos. Secundino, como anfitrión; Bernardo, Fulgencio, Telesforo y yo. Sólo faltaban Facundo y Apolonio que no habían venido al pueblo en estas fiestas, no sabíamos por qué, aunque se rumoreaba que por falta de dinero.

Nos habíamos avituallado a conciencia, con cerveza para abrir boca, ginebra para cerrarla y tónicas y refrescos para darle color, además de disponer de toda la despensa bien surtida de la casa.

Secundino era un apasionado de lo esotérico, de lo oculto y misterioso. Un día nos propuso jugar a la güija. Acabamos temblando y, algunos, corriendo de miedo después de haber oído nítidamente, eso nos pareció, la voz del padre de Facundo, que había muerto un poco antes. Ya no volvimos a tentar más al diablo. Hasta aquella noche.

No había güija, pero ya se encargó él de preparar en el salón un decorado adecuado al día: las luces apagadas, sólo con velas y unas pajas de incienso quemándose sobre un aparador. Era el olor de la iglesia en los funerales. Eso era lo que a mí me parecía.

La cerveza y las historias de miedo, aunque amenas, que nos contaba Secundino completaban un ambiente propicio para hablar de muertos.

Nos contó el caso de Vicenta Postigo, que todos conocíamos pero que contado por él siempre parecía nuevo. Vicenta fue una mujer del siglo XIX a la que, según se cree, enterraron viva. Y se cree eso porque años después, cuando hubo que desalojar el nicho, se encontraron la tumba arañada por dentro, algunas uñas de la muerta rotas y su cara más desencajada de lo normal.

—Dicen que puedes tardar en morirte días, y que como haya algún agujero por donde pueda entrar algo de aire, tardarás mucho más en morir de sed. Yo ya lo he dicho: no quiero que me entierren. Quiero que me quemen —dijo Secundino.

—Pues si te pueden enterrar vivo, también te pueden quemar vivo—dijo Fulgencio

—Pero te queman en el acto.

Secundino volvió a repartir cervezas. Todos repetimos menos Telesforo, que ya pasó al cubata.

Y me vino a la cabeza la hermosura de su panteón.

—A ti —le dije— si te entierran vivo te daría igual: podrías hasta pasear. Vaya tumba que tiene —dije ya para todos— Parece un templo griego.

—Joder, sí— dijo Secundino— En ese templete griego también podríamos hacer alguna pifostiá, ¿no? Llamábamos pifostiá a cualquier reunión de Pifostios en la que hubiera cerveza, cubatas y ganas de hablar. También teníamos las ginestiás, que era lo mismo, pero con chicas.

—¡Cómo vamos a hacer una pifostiá en la casa de mis muertos! —dijo escandalizado y bebiendo ginebra con limón Telesforo.

—Pues no sé para qué se quiere una tumba así. Para después de muerto, cualquier agujero vale, digo yo —Ahora era Fulgencio, con su voz ronca de ya veterano fumador.

El ambiente se había ido cargando con el olor de las velas, el incienso y la espesura del humo del tabaco.

—Yo puedo disfrutarlo cuando quiera —La seguridad con que lo dijo Telesforo hizo que todos le miráramos en silencio.

Fue Secundino quién lo rompió:

—¿Cuándo quieras? ¿Tú solo? ¡Te morirías de miedo de estar dentro tú solo! Mejor te acompañamos todos.

Nos reímos, imaginándonos ya alternando con todos los antepasados de Telesforo.

Pero Telesforo, que yo creo que se había tomado más de cinco botellines e iba muy avanzado con su ginebra con limón, se envalentonó.

—Yo solo. Cuando quieras te lo demuestro —dijo con cara de valiente, sacando pecho y poniéndose tieso en la silla.

Probablemente si el reto hubiera sido a las dos de la tarde, Secundino se hubiera reído, o mejor aún, a Telesforo no se le hubiera ocurrido semejante atrevimiento. Pero a las once de la noche, uno lo lanzó y el otro recogió el guante: se abrían apuestas a que Telesforo no era capaz de pasar una noche junto a sus antepasados. Y todos apostamos contra él en la total seguridad de que no sería capaz de hacerlo. Y aceptó la apuesta.

—Esta es la noche más apropiada: los muertos están celebrando su día y habrá diversión—dijo Secundino, y nos hizo reír a todos. Aunque yo no reí con muchas ganas. Y se decidió que la apuesta se jugaría esa misma noche. Telesforo debía pasar la noche con su gente, encerrado, hasta que volviéramos nosotros al amanecer.

Sin mucho preámbulo, dejamos las copas en espera y salimos dispuestos a poner en marcha la apuesta.

—¿El panteón tiene llave? —preguntó Secundino, seguramente para asegurarse de que no habría excusas.

—Claro que tiene llave —contestó el retado

—Pues tendrás que pasar por tu casa a cogerla…—dijo Fulgencio.

—No —, contestó Telesforo— Siempre hay una llave debajo de una maceta a la entrada.

Y con eso, todos nos fuimos hacia el cementerio.

Debo reconocer que nunca había estado en un cementerio a esas horas de la noche. Y algún repelús sí que sentía a medida que nos acercábamos. El cementerio está a más de un kilómetro de las últimas casas del pueblo, en pleno campo. Y cualquier ruido que en cualquier otro sitio serían ruidos normales de la noche, aquí parecían de ultratumba: el ruido sordo del vuelo de los murciélagos, algún grillo despistado y tardío, que se callaba a medida que nos sentía cerca, el grito agudo de algún desgraciado ratón cazado por alguna lechuza, un ladrido perdido, todos ellos ahora me parecían gemidos del más allá, de algún fantasma inquieto, y noté que se me erizaban los pelos y la piel.

La oscuridad se hacía más cerrada a medida que nos alejábamos del pueblo y mi aprensión iba creciendo. Incluso creo que Secundino tampoco estaba muy tranquilo porque no paraba de hablar y hablar sin mucha congruencia.

Casi propuse volvernos, pero cuando me quise dar cuenta ya estábamos en las puertas del cementerio, que siempre estaban abiertas. Ahora la oscuridad era total y absoluta. Teníamos que acompañar a Telesforo hasta la puerta misma de su panteón y certificar que entraba. Yo me negué. Dije que esperaría en la puerta de afuera, que yo me fiaba de la honradez del retado. Pero todos los demás, Secundino, Bernardo y Fulgencio, se negaron en redondo: yo era un apostante y tenía que entrar como todos.

Creo que íbamos mirando de lado a lado, esperando que algo o alguien nos preguntara que hacíamos allí a esas horas. Un grito agudo y violento hizo que nos paráramos, bastante asustados, hasta que Fulgencio dijo que era el gato del Gacho, el sepulturero, que por las noches salía en busca de ratones. Eso nos relajó un poco y seguimos nuestro camino. No tardamos en llegar a la puerta del panteón.

Telesforo le indicó a Secundino, que se erigió en maestro de ceremonias, la maceta bajo la que podía encontrar la llave. Y con ella en una mano y un mechero encendido en la otra fue a la puerta, la abrió e invitó a Telesforo, que no había abierto la boca desde hacía un buen rato, a entrar. Después, volvió a cerrar con tres vueltas.

La cara que le vi a Telesforo cuando cruzó bajo el dintel me intranquilizó. Quizás fuera por el efecto de la luz mortecina del encendedor que le iluminaba desde abajo, o por su propio miedo, el caso es que en su cara se exageraban las arrugas, que parecían bailar en un aquelarre de sombras, dejando ver a ratos algunos claros en la piel que aparecían completamente blancos.

Creo que temblé. Me notaba las piernas flojas. Pensé que no debíamos estar ahí, que ya habían tenido los muertos bastante jaleo durante el día como para que les siguiéramos importunando por la noche.

Secundino dejó la llave en el mismo sitio de donde la sacó, debajo de una maceta a la entrada. Y nos volvimos al pueblo. Íbamos echando cuentas de cuánto faltaba para el amanecer, y como nos habían cambiado la hora unos días antes, y además era tarde y el alcohol no ayudaba, debimos reconocer que no teníamos ni idea de a qué hora amanecía, así que nos propusimos seguir bebiendo y hablando hasta que el sol se dignara aparecer.

Entramos en la calle de Secundino, que estaba a media luz con casi todas las farolas fundidas, por el altozano de Celemín. Estábamos más tranquilos y ya veíamos su casa. Recuerdo que hablábamos del miedo que debía tener Telesforo, e intentábamos reír imaginando sus temblores.

Fue cuando Facundo dijo “creo que hemos hecho una gilipollez. O sea, que perdemos seguro la apuesta, porque por mucho miedo que tenga no podrá salir hasta que vayamos nosotros”.

No se nos había ocurrido. Pero Secundino reaccionó rápido.

—Es verdad, joder. Pues cogemos unos botellines, nos vamos para allá, y le decimos que, si quiere salir, que grite.

Y en ese punto, casi a la entrada de su casa, mis recuerdos y la conversación se cortan y desaparecen.

2

Don Calixto Sanromán riñó por la mañana con su mujer, Doña Casilda, por su negativa, una vez más, a pisar el cementerio. Su mujer se empeñaba en que debía ir al menos una vez al año a rezar y a visitar a sus muertos, pero él estaba decidido a no cruzar la puerta del camposanto más que muerto. Y porque, en ese caso, no se podría negar. No podía esconder la aversión que sentía por los cementerios. Y ni él ni nadie sabía por qué.

Todos los años, en esta fecha, pasaba lo mismo. Al final, Doña Casilda se iba sola con Vicenta y don Calixto se quedaba con muy mal cuerpo por la discusión y porque no le gustaba hablar de muertos. Ese día también acompañó su hijo Telesforo, que había venido a pasar la fiesta al pueblo.

Don Calixto se fue a su finca La Pecosa, a ver cómo iba el engorde de los cerdos y si ya había terminado la sementera. Allí pasó la mañana y allí comió con Federico, el administrador, y Ana Mari, su esposa. Después de la comida, se cogió el coche y sin pasar por su casa se fue directamente al Casino. Y en el casino se pasó la tarde.

Según declararía después Sinforoso, el camarero que lo estuvo atendiendo, Don Calixto había llegado después de comer, sobre las cinco de la tarde y se pidió un licor de manzana “para ayudar a la digestión”. Se sentó junto a Don Onofre, el cura párroco, y estuvieron hablando hasta que éste se fue, quedando él solo leyendo un periódico y se pidió un güisqui con hielo. No recordaba cuanto tiempo después, quizás sobre las siete, llegó Don Amador, el farmacéutico (éste luego confirmaría que llegó sobres las siete y cuarto), y se sentó con él. Eran buenos amigos. Y se tomó otro güisqui.

Se fueron juntos, como también certificó el propio farmacéutico, al que Don Calixto acercó en su coche a su casa. Y allí se despidieron.

Doña Casilda dijo que su marido llegó sobre las ocho a casa, cenaron, riñeron de nuevo y se volvió a ir sobre las diez. Acabó en el bar del Cebolla, donde estuvo hasta que cerró. Más o menos eran las once. El Cebolla dijo que había bebido dos gin tonics y que le vio como disgustado o nervioso.

A esa hora salió del bar y cogió su coche para volver a casa y dormir, terminando por fin un día tan maldito para él como era el día de los muertos.

No sabe si se durmió, o simplemente no vio bien con la poca luz de las farolas de la calle (de cuatro, había tres fundidas, certificó un policía municipal), el caso es que arrolló a los cuatro pifostios justo cuando iban a entrar en la casa de Secundino. Debió ser un golpe seco e inesperado. Tardó en frenar, y aún pasó por encima de alguno de ellos.

Tres, Secundino y Bernardo y Fulgencio, murieron, seguramente en el acto. Sólo se salvó el hijo de la Marina, que curiosamente tenía unas gafas en la mano y que estuvo más de tres meses en coma.

La calle estaba solitaria, y Don Calixto sufrió un golpe en la cabeza que le hizo perder el conocimiento. No sabe el tiempo que estuvo inconsciente, pero cuando despertó y vio aquel cuadro ante él, lo primero en lo que pensó, dijo, fue en su hijo Telesforo. Al lado del coche había quedado el cuerpo de Secundino, y el padre sabía que él y su hijo eran muy amigos y siempre iban juntos.

Salió apresuradamente del coche, y fue reconociendo cada cuerpo. Todos amigos de su hijo, pero él no estaba. Miró aún un poco más lejos, pero no estaba. Dentro de lo que cabía, eso le tranquilizó.

No tardaron en llegar más vecinos, y alguno avisó al cuartelillo.

—¡Don Calixto ha matado a los niños! ¡Don Calixto ha matado a los niños! —se oyó gritar a alguien.

3

Aquella noche fue de lamentos, gritos y llantos. Antes de medianoche, la noticia había corrido por todo el pueblo: Don Calixto había atropellado a un grupo de jóvenes y los había matado.

Y a esa hora, apenas quedaban algunos restos de sangre como prueba de la desgracia. Los cadáveres fueron llevados al tanatorio, don Calixto fue, detenido, al cuartel de la guardia civil, y al chico de la Marina se lo llevó una ambulancia al hospital de Badajoz con la cabeza abierta y pocas esperanzas.

A Doña Casilda la noticia se la dio Vicenta, que se enteró porque su hermano era policía municipal y le llamaron cuando estaban sentados a la mesa hablando, después de la cena.

Al contrario que su marido, no le tranquilizó el hecho de que su hijo no estuviera con ellos. Porque sabía que tenía que estar con ellos, y si no estaba, ¿Dónde iba a estar?

Así se lo dijo a la guardia civil y a su marido cuando llegó a la casa cuartel.

—¡Tienen que buscar a Telesforo, tienen que buscar a Telesforo! —casi gimió.

Nadie sabía dónde buscar: sabían que Secundino había montado algo en su casa: encontraron restos de comida, de bebida, velas apuradas. Como si hubieran estado allí los amigos de fiesta. Lo que no sabían es por qué salieron, ni si Telesforo había estado con ellos.

Después de dos días en los que el chico no dio señales de vida, se declaró “Desaparecido”.

El único que podía aclarar o decir algo era el chico de la Marina, pero estaba en el hospital, en coma y con su vida pendiente de un hilo.

Doña Casilda y don Calixto quedaron recluidos en su casa, sin hablarse y sin salir. Ella le culpaba a él de haber matado a los chicos y de haber perdido a su hijo por borracho. Él no decía nada. Solo bebía, desde la mañana hasta que caía rendido, unos días a mediodía, otros por la tarde.

El diecinueve de marzo, cuatro meses después de la tragedia, el chico de la Marina despertó. Y cuando preguntó si alguien había abierto a Telesforo, el médico y los dos enfermeros que le atendían le miraron sorprendidos.

—¿Abierto? ¿Qué hay que abrirle? ¿Dónde está Telesforo? —preguntó el médico.

—Anoche le encerramos en el panteón —dijo el muchacho, con el tiempo muy confundido.

Y la guardia civil, con la policía municipal y doña Casilda (don Calixto no pudo ir porque estaba borracho) fueron al cementerio.

Fue un agente de la policía municipal el que abrió la puerta. Pero cuando la abrió, en vez de entrar, caminó hacia atrás, aterrado, perdiendo el pie con el primer escalón y cayendo estrepitosamente.

Telesforo estaba sentado en el suelo, recostado contra el sepulcro de su bisabuelo Jeremías. Parecía que estaba esperando que alguien abriera la puerta, de no ser porque estaba muerto. Parecía haber perdido el color oscuro del iris y las pupilas: sus ojos eran como dos bolas enormes completamente blancas, su boca estaba exageradamente abierta, como si quisiera gritar, y el pelo estaba, también, completamente blanco.

Su madre enloqueció. Tuvieron que llevársela de allí a rastras y acabó ingresada en un manicomio. El padre tardó un día en enterarse, y cuando se enteró se fue a la estación, esperó al tren correo de las once, y se tiró a las vías a su paso. Su cuerpo quedó destrozado.

En cuanto a Telesforo, el forense llegó a la conclusión de que el chico llevaba cuatro o cinco meses muerto. Probablemente murió la misma noche que desapareció. Había sido un invierno muy frío, y quizás por eso su cuerpo se había mantenido casi intacto.

No tenía señales de violencia. Y viendo su estado (ojos vueltos, boca desencajada, pelo blanco) en su informe escribió: “Murió de miedo”.

El chico de la Marina, cuando supo toda la verdad, se tiró desde la ventana de su habitación del hospital, que estaba en la primera planta, y volvió a abrirse la cabeza sin matarse.

Seguía sin ser su hora.

ALMAS DE PURGATORIO ( Un libro de relatos)

LIBRO I (EL FUSILAMIENTO)

LIBRO II (MARINEROS)

LIBRO III (EL ESCRITOR)

LIBRO IV (RAYOS DE LUZ)

LIBRO VI (LA ESTACIÓN)