ALMAS DE PURGATORIO

LIBRO II

MARINEROS

Mitu Matolo nació, negro, libre y pobre, en Tombuctú hacia el año 1940. Salió de su pueblo en barco. Un hombre del desierto que vivió toda su vida rodeado de agua.

Cuando rondaba los cuarenta años, cansado de navegar y sin mares que descubrir, se quedó en Barcelona, su último y definitivo puerto. Cuando yo le conocí ya le había pasado casi todo lo que le iba a pasar en la vida. Era alto, cojeaba ligeramente, se atiborraba de mate en una calabaza forrada de cuero, la carne sólo la comía asada, llamaba boludo a todo el mundo y a todas horas y se definía como maricón al que le gustaban las mujeres.

No le vi más de diez días en mi vida, pero fueron suficientes para que se hiciera, a golpe de palabra, un lugar en mi corazón, y siempre vino conmigo.

Primera parte

Barcelona, 1980

-I-

Siro y yo fuimos a Barcelona a conocer la ciudad, a disfrutar de su modernismo, aunque no sabíamos exactamente qué era eso, pero nos sonaba a “nuevo”. Buscamos una pensión barata cerca de las Ramblas, y la encontramos en la calle del Hospital, a un costado del Liceu. La primera noche, después de un paseo exploratorio hasta las Atarazanas Reales, nombre tan sonoro que nunca jamás olvidé, entramos a cenar en el primer sitio que encontramos, y los diez días siguientes que pasamos allí, no importaba desde donde, nunca lejos, volvíamos al mismo sitio a cenar, atraídos por las historias que cada noche quedaban pendientes, como los cuentos de las mil y una noches, colgando del último vaso de vino.

Era la taberna de Barrilet, cerca de la pensión. Tenía poca luz, mucho humo y gente de todos los colores y de todas las razas. Y de todos los olores, también. Muchos marineros y muchas putas, y aunque nos decía la Pepi que a mediodía era más de obreros de la construcción que acudían a comer y a beber por poco dinero, nosotros nunca lo pudimos comprobar porque nunca fuimos a mediodía.

A la Pepi la conocimos la primera noche que cenamos allí. Era una mujer de más de cincuenta años que siempre había vivido del “alquiler” de su cuerpo. Eso decía ella: jamás lo había vendido a nadie, afirmaba con firmeza. Se nos acercó porque nos vio fuera de sitio, dijo, chicos de manos blancas y poco trabajadas en medio de aquella marabunta de pieles como el cuero, callos y cicatrices. Quería curiosear. Y se sentó a nuestra mesa sin pedir permiso, pero dando las buenas noches y pidiendo a Barrilet un vaso más, para compartir el vino turbio de la botella que habíamos pedido para abrir el apetito antes de cenar. La aceptamos porque no sabíamos cómo se actuaba en casos así, y dejamos que todo fuera transcurriendo de manera natural.

Nos preguntó de dónde veníamos, y a qué, y para no ser menos, empezó ella, que nos dijo que venía de un pueblo de Guadalajara de cuyo nombre no quería ni acordarse, que vino a trabajar “en las casas” y acabó “en la casa”. Vino a limpiar casas, y acabó limpiando penas y otras cosas.

Nosotros le dijimos que veníamos del sur, a pasar unos días y conocer la ciudad. Nos presentamos con nuestros nombres. Ella nos dijo que se llamaba Pepi.

—Yo soy escritor— añadió Siro.

— ¿Escritor? ¿Y tú? —me preguntó

—Yo no —dije con toda la sinceridad del mundo, pero parece que a ella le hizo gracia y se rio.

Era la primera vez que estábamos en una gran ciudad, y no sabíamos muy bien cómo iban por aquí las cosas, por lo que aceptábamos todo como si fuera lo más normal del mundo para no parecer lo que de verdad éramos: paletos de pueblo que nos poníamos nerviosos cuando había que coger el metro.

—Sois estudiantes —afirmó, sin preguntar. Lo dijo por nuestras manos. Asentimos y entonces entró en la taberna un negro alto, con sombrero de paja y con una ligera cojera. Vino directo hacia nosotros.

— ¡Mitu! Siéntate —dijo, cogiéndole de la mano y tirando hacia abajo de él. Se sentó en la silla que quedaba libre en la mesa, Ya estábamos los cuatro sentados.

—Mitu, éste es Siro y éste es Mateo —Nos presentó.

Mitu hablaba buen español, con voz de negro y con algunos giros americanos —nos saludó con un “¿bien o qué?”, que nos sonó raro pero que la Pepi nos dijo que era una forma de saludar en Colombia. Y cuando dijimos “bien”, él contestó “ah, bueno”, que era, nos dijo la Pepi, una forma colombiana de decir “me alegro”.

Nos dimos las manos y pedimos un vaso más. Yo pensé que no iba a haber vino para todos, y el negro también debió pensarlo, porque pidió otra botella.

—Pago yo, boludo —dijo. Y eso hizo que lo aceptáramos de mejor grado, aunque no sabíamos que quería decir eso de “boludo”.

Aquella noche se nos fue hablando, sin probar más bocado que los pinchos que nos ponía Barrilet cada dos por tres para ayudar al vino. Curiosamente, en Barcelona no nos ponían pinchos en ningún sitio. Que yo sepa, sólo los ponía Barrilet, que había venido de un pueblo de Jaén y mantenía algunas buenas costumbres.

—Son del sur, de cerca de África —dijo la Pepi, suponiendo que todos los “sures” están cerca de África.

—Yo soy africano —dijo Mitu sin sorprendernos.

—Y Siro es escritor. —añadió.

Mitu le miró con curiosidad, como preguntando “¿y qué escribes?”. Pero no lo preguntó.

Sólo dijo “escritor, qué boludo”.

— ¿Y vives aquí? —preguntó Siro.

—Es mi hombre —dijo la Pepi— y es marinero—. Y le miró con un cariño que no supe interpretar entonces. Era su chulo, entendí yo, y le miraba con una ternura desconcertante. Se confirmaba lo verde que yo estaba en esos temas de ciudad.

Y aquí empezó una historia que nos llevó a otra, y luego a otra, y que nos atrapó como pececillos en una red.

Mitu nos dijo que él nació en Tombuktú. Y sólo el nombre me estremeció. Yo conocía esa ciudad por un libro que había en mi casa que decía que las suyas eran de barro, como las casas de los pobres de mi pueblo, de adobes hechos de barro y paja, en crudo. Y sus calles de arena. Recuerdo que la llamaban la “Ciudad de los 333 santos”, que me parecieron muchísimos, y que allí se levantaba la que era la primera universidad de África y, para muchos, del mundo, que fue foco de saber, y todo eso junto, a mí, de niño, me fascinó y hasta lo busqué en un Atlas. Tardé en encontrarlo, pero lo encontré, y todavía me fascinó más porque me pareció que estaba en un desierto, o por lo menos en el Atlas salían sus alrededores en amarillo, aunque había un río grande cerca. El nombre se me quedó grabado. Pero desde luego estaba más cerca del desierto que del mar.

Y di muestras de conocer bien esta ciudad.

—Pero Tombuktú está lejos del mar. No tiene mar —dije, como dando por supuesto que nadie que no nazca cerca del mar tiene derecho a ser marinero ni puede serlo.

—El mar siempre está cerca. Todo el que quiera llegar al mar, llega. Todos los caminos terminan y empiezan en el mar. —Su voz, con ese tono de los negros que tanto impone en el jazz, te dejaba en paz. Ahora le había salido un acento argentino, ese acento bailarín y musical que sorprendía en la boca de un negro africano.

Su abuelo, que había estudiado en la madraza de Sankore, nos dijo, les hablaba del mar, a toda la familia, en las noches frías en torno al fuego, y esas historias sembraron en él un deseo ardiente de ver el mar.  El abuelo les decía que su gran río, el Níger, iba a parar a otro gran río mucho más grande que se llamaba mar, donde desde una orilla no se veía la otra, donde había olas grandes, algunas tan grandes como su casa, y peces más grandes que el minarete de la mezquita Grande. Y había muchos barcos, de tal tamaño que en ellos podría caber la ciudad entera, que en grandes caravanas por el agua llevaban y traían cosas raras de una orilla a la otra, y hasta podían dar la vuelta al mundo, que era redondo. Al otro lado, al norte, estaba el gran desierto, donde sólo los bereberes tuareg se atrevían a entrar, en busca de la codiciada sal, y con sus caravanas cargadas en las salinas de Taoudeni o Taghaza, seguían hasta otro mar que estaba más allá del norte, donde vendían la sal, el oro y los esclavos que llevaban desde el sur.

Su abuelo recitaba: “El oro viene del sur, la sal del norte y el dinero, de la tierra del hombre blanco. Pero los cuentos maravillosos y la palabra de Dios sólo se encuentran en Tombuctú”

Desde pequeño quiso salir de aquel desierto, asomarse a ese gran río llamado mar y conocer el sur de donde venía el oro.

Cuando aún no había cumplido la edad adulta, salió de Tombuktú en una caravana tuareg, ilusionado porque un jefe ilelan le prometió el mar. Nosotros tardamos en averiguar qué era un tuareg y mucho más en saber qué era un ilelan, pero lo acabamos averiguando.

Salió contento con los hombres azules que conocían todos los secretos de todos los desiertos. Su amo se llamaba Usem, que en su lengua significa “el relámpago”, y después de tres días de marcha, se dio cuenta de que la caravana iba al norte.

“Al norte está el desierto y allí llevan a los esclavos”, le había dicho su abuelo. “El mar está al sur, y al sur tienes que ir si quieres ir al mar”. Esa noche, fría y seca, se escapó y desanduvo el camino andado, volviendo otra vez a Tombuctú, casi sin beber y sin comer nada. Llegó exhausto a su casa. Su padre, que había recibido dinero por él, se escandalizó y quiso devolverlo a los nómadas. Él sintió el primer desgarro de su vida: supo que su padre le había vendido como esclavo. Pero su abuelo, hasta entonces ignorante de lo que su hijo había hecho, impidió que lo devolviera, y le buscó sitio en un barco, que pagó con el dinero tuareg, que iba al mar por el río. Así, el dinero pagado por su esclavitud al final le compró su libertad.

Cuando llegamos a ese barco, ya habíamos terminado la cuarta botella de vino, lo que significaba que más o menos llevábamos una cada uno, porque la Pepi tampoco corría turno. Y con ese vino encima, ni la boca se expresa bien ni la atención se presta bien. Además, ya eran las dos de la madrugada y Barrilet nos dijo que tocaba cerrar. Y como pudimos, arrastrando los pies que a mí me pesaban toneladas, nos despedimos. Siro y yo nos subimos a la pensión. Ellos se fueron, apoyándose una en el otro, calle abajo.

-II-

Al día siguiente nos levantamos a las tantas, y con un dolor de cabeza que combatimos con cerveza en la Plaza Real. Pasamos la tarde sentados en el borde de la fuente de las Tres Gracias, en medio de esa plaza, disfrutando del frescor y salpicaduras de agua y a la sombra de una enorme palmera, hablando de lo bonita que tenía que ser Barcelona, y prometiéndonos que al día siguiente nos levantaríamos temprano y haríamos lo que habíamos venido a hacer, que era visitarla y conocerla.

Pero en el fondo, lo que queríamos era que llegara la hora de cenar para volver a donde Barrilet.

Sobre las ocho de la tarde ya estábamos allí, sentados en la misma mesa del día anterior y con el mismo vino. Pero necesitábamos comer, y nos pedimos unos bocadillos de tortilla para no perder mucho tiempo. Y a medio bocadillo estábamos cuando llegó la Pepi, recién pintada, con los labios muy rojos y perfectamente perfilados, y contoneando la cadera mientras se acercaba a nuestra mesa. Se le veía contenta.

—Hola, guapetones —dijo— Hoy he tenido un buen día.

Colgó el bolso en su silla y se pidió su vaso. Y otro bocadillo, dijo, para no desentonar. Y se sentó.

Nos preguntó que qué tal el día, que si habíamos visto mucho de Barcelona y si nos había gustado. Le dijimos que habíamos visto la Plaza Real, una fuente y unas palmeras, todo muy bonito. Nos reímos.

—Cuando ayer dijiste que Mitu era tu “hombre”, ¿qué querías decir? —me atreví yo a preguntar.

—Pues qué voy a querer decir: que es mi hombre. Que es mi chulo. Que él me protege y yo le cuido.

No me sonó bien la palabra “chulo”, que siempre había asociado a violencia, esclavitud, explotación y más cosas malas. Pero ella lo dijo como si nada, de corrido. Nosotros no dijimos nada.

—Hoy vais a conocer al Pingo, que ha llegado esta mañana de Génova.

Nos dijo que el Pingo era “el hombre” de Mitu, y creo que eso nos lio un poco, pero no quisimos preguntar.

Estuvimos hablando de su trabajo, de Guadalajara y de nuestros estudios hasta que llegó Mitu, que, efectivamente, venía acompañado.

Pingo, en nuestra tierra, se decía de las personas desastrosas, desarrapadas, de mal aspecto o poco cuidadas, pero este Pingo no era un pingo. Era tan alto como Mitu, con la piel curtida, el pelo rubio y largo, bien peinado, una barba de varios días, pero cuidada y los ojos azules. Nos lo presentaron.

—Pingo Frangeta —dijo, en una pequeña reverencia mientras nos daba la mano a cada uno— Para serviros.

La “g” de Frangeta le resbaló en un silbido por entre la lengua, más como “ch” que como “y”, con inconfundible acento argentino. Ese debía ser el origen del acento de Mitu.

Vestía una camisa de manga larga, a cuadros de tonos azules, un pantalón de tela que parecía franela, de color gris, y un fular azul marino anudado al cuello y atado sobre el pecho. Los zapatos, castellanos burdeos, a juego con un cinturón del mismo color, completaban un atuendo elegante no muy visto por esos lugares. Y contradictorio con su persona. Su aspecto físico era rudo, con manos callosas, ásperas y piel curtida, con la cara arrugada del sol y la sal de la mar. Pero en cuanto hablaba, su atuendo cobraba sentido y no podías imaginar a nadie mejor que él para vestir así.

Nos tuvimos que agregar otra mesa, para poder sentarnos los cinco. Y allí estábamos, cuatro a vinos y uno, el Pingo, a ron. Él sólo bebía ginebra, ron y mate, dijo.

Pingo dijo que él era brasileño, y de niño, su padre, viudo, se lo llevó a La Pampa, a General Acha, un pequeño pueblo ganadero, con más vacas que personas, en medio de la Argentina. Era el segundo marinero que nos encontrábamos y también conoció el mar de mayor.

Como decía Siro, comparados con ellos, nosotros teníamos el mar detrás de casa.

Mitu, el Pingo y la Pepi parecían muy amigos, muy cercanos. Esa noche nos enteramos de que los tres vivían juntos, en el piso que la Pepi, con los años y su cuerpo, se había comprado en El Raval, no muy lejos de donde estábamos. O sea, que ella vivía con su hombre, éste con el suyo, y los tres juntos. No era fácil de entender para unas mentes tan de chico-chica como las nuestras. Pero parecían buena gente.

—Nos decías ayer que llegaste al mar en un barco por el río desde tu pueblo…—preguntó Siro para seguir con lo no acabado el día anterior.

—Sí, en barco —Mitu se llenó su vaso de vino, miró a la Pepi, la besó en los labios, le dijo que estaba muy guapa y continuó con su historia africana.

Llegó a una ciudad llamada Port Harcourt, en Nigeria, el mayor puerto de salida del petróleo de esa nación, con la recomendación de su abuelo de encontrar a un pariente de su pueblo, del que tenía una dirección, y pedirle ayuda. Cuanto más se alejara de los tuaregs, mejor, porque seguro que le buscarían con ánimo de matarle.

La dirección de su primo era el hotel Mabisel, un hotel que a Mitu le pareció enorme, como el palacio de algún rey. Pensó que su primo se encargaría de la limpieza o algo similar, pero cuando en la recepción preguntó por Bakary Diakité, que así se llamaba, notó casi sorpresa en la cara de la recepcionista, que le miró de arriba abajo, como dudando de que alguien como él pudiera preguntar por Diakité. Curiosamente, su primo, que cuando visitaba el pueblo hablaba también del mar, del gran puerto de su ciudad, del que decía que era la gran puerta por donde entraban y salían gentes de todos los sitios del mundo, resultó ser el cocinero jefe del restaurante de este hotel de lujo. Pero esto, que era cocinero, nunca lo había dicho en el pueblo, seguramente porque la de cocinero no era una profesión de prestigio para un hombre. Sólo decía que “trabajaba en un gran hotel”.

Su primo le buscó un hueco a su lado, como ayudante de cocina.

—Aprende todo lo que puedas, que saber un oficio es lo mejor para no pasar hambre.

Su primo hablaba como un sabio. Eso le parecía a él: un sabio.

Una noche, cuando ya llevaba casi seis meses trabajando allí, ayudando en la cocina y sirviendo las mesas, conoció a quién le iba a cambiar la vida para siempre: su primo le presentó a Moncho Garrido, que comía en una mesa apartada, solo. Era un hombre blanco de piel morena, no muy alto, de manos finas. Quizá pasado un poco de peso, muy bien vestido, con un traje claro de algodón, camisa negra y un sombrero trilby, también de color negro y del que nunca se separaba, ni siquiera para comer. Él le sirvió durante la cena. Y entre plato y plato, hablaban algo, siempre en francés, que era el único idioma que Mitu hablaba, además de su propia lengua, un dialecto bereber.

Moncho era español, de Valencia, dueño de un negocio que consistía en importar madera de cualquier parte del mundo y venderla al por mayor a industrias manufactureras de toda España. Y para eso debía tener contactos en el lugar de origen de esa madera, en África, Asia o América, contactos que se encargaran de viajar y negociar con los aserraderos locales y supervisar los envíos, así como de informar de la marcha de la industria en el país. Podemos decir que el mayor activo de Garrido era su enorme capacidad para tratar con la gente. Tenía contactos en medio mundo que le reservaban las mejores partidas y a los mejores precios. Y él, a menudo, cogía su propio barco, un yate bien grande llamado The Big Trunk, y se recorría algunos de sus caladeros de madera, sobre todo para saludar, reafirmar los lazos y tener contentos a sus contactos.

Uno de sus puntos de paso era Port Hartcourt, donde se veía con sus delegados nigerianos. Y cuando paraba aquí, siempre comía y cenaba en el restaurante del hotel Mabisel. Y había hecho mucha amistad con Bakary.

Cuando llevó el plato de los postres, Moncho le preguntó qué día era su día de descanso.

—El miércoles, señor.

—El miércoles. O sea, mañana. Buena suerte. ¿Te gustaría pescar desde mi barco? —preguntó Moncho.

Mitu se sorprendió ante la invitación, y no sabía qué decir, pero sí le apetecía dar un paseo por el mar en un barco grande. Nunca había navegado las olas del mar. Antes de aceptar se lo dijo a su primo, que le animó a ir.

—Monsiuer Garrido es muy amable, y es muy rico. Si le gustas, te ayudará.

Así que el día siguiente se presentó en el puerto y de buena mañana se embarcó en aquel yate.

En el barco, además de Moncho, había dos personas más, vestidos de marineros, que resultaron ser el piloto y un camarero. Moncho estaba en bañador, y a él le dio otro para cambiarse. Y salieron del puerto. Cuando ya se veía la ciudad muy lejos, anclaron el bote y empezaron los preparativos para la pesca. Ya se empezaba a temer la contaminación por el poco cuidado en el trasiego de petróleo, pero aún se podía pescar. La Shell era la compañía principal de extracción, y no parecía poner mucho cuidado. Pero entonces aún se pescaba, porque tampoco había el pirateo que parece ser que ahora prospera.

Moncho le empezó a enseñar a montar las cañas, a poner el cebo, a sujetarlas bien. Y mientras lo iba haciendo, aprovechaba para tocarle, rozarle, pasarle la mano por la espalda o por el pecho. Él, Mitu, no había tenido relaciones sexuales con nadie hasta entonces, y aquel día, en el mar, no muy lejos de la costa, tuvo la primera. Con Moncho Garrido. Y le resultó muy agradable.

Fue después de comer, en el dormitorio principal del yate. Moncho empezó a acariciarle descaradamente, a besarle, y él se dejó llevar hasta consumar por primera vez en su vida una relación sexual con otra persona. Mientras el barco volvía al puerto, despacio, al atardecer, volvieron a acostarse juntos, y volvieron a disfrutar. Moncho era delicado, romántico, y muy cuidadoso. Y Mitu descubrió algo que no conocía. Y le gustó.

El Pingo se había levantado hacía rato y se había ido a la barra, pero la historia era tan seductora que no hicieron mucho caso. Ahora que Mitu descansó, acabaron la cuarta botella y se dieron cuenta de que el Pingo estaba en la barra, sentado en un taburete, a solas con su vaso de ron.

—¿Por qué se ha ido el Pingo? — pregunté a la Pepi.

Ella se inclinó hacia mí, para poder hablar despacio, y me dijo:

—No le gusta escuchar esas historias de Mitu. Siente celos.

Ya era tarde, y volvíamos a estar otra vez con los ojos medio cerrados. No entendí muy bien qué quería decir. Pero no estaba para preguntar nada.

—¿Sabéis qué os digo? —casi gritó la Pepi —Mañana cenaremos en casa. —y dirigiéndose a nosotros y cogiendo la mano de Mitu, siguió:

—No sabéis qué espaguetis carbonara prepara el negro. Y cómo prepara el cordero asado. Así que mañana vamos a tirar la casa por la ventana. —Luego se dirigió a Mitu.

—El Pingo y yo compraremos todo, y tú lo cocinarás— Luego llamó al Pingo

—Y tú, pamperito, ven acá, guapetón…

El Pingo se levantó, con su vaso bien agarrado y se vino a la mesa arrastrando los pies.

—Y tú, mi Pingo, nos prepararás un buen mate.

Cuando nos despedimos, otra vez a las dos de la madrugada, quedamos el día siguiente a las ocho de la tarde en su casa, en la Rambla del Raval.

Ellos tres se fueron a su casa. Siro y yo nos fuimos, Rambla abajo, a respirar el mar.

-III-

Al día siguiente volvimos a encontrarnos a la misma hora, tarde, con el mismo dolor de cabeza, fuerte, bajo la misma palmera y en la misma fuente, prometiéndonos que al día siguiente nos levantaríamos temprano o no íbamos a conocer de Barcelona más que la Plaza Real y el bar de Barrilet.

Estuvimos compartiendo conclusiones toda la tarde, haciendo tiempo. No habíamos ido a Barcelona a emborracharnos todas las noches con dos marineros y una puta, le dije a Siro. Pero él estaba entusiasmado. Esa era la vida, decía, el mundo. A mí me parecía un poco exagerado ver el mundo reducido a ese trío, pero lo decía con tal determinación que me parecía inútil discutirlo. Yo reconozco que no es que viera el mundo y la vida en ellos, pero me tenía en vilo la curiosidad de aquel hombre que había sido hasta esclavo, aunque sin saberlo, y que había descubierto que era homosexual en un barco con un español.

Cuando estábamos en esas, vimos al Pingo paseando tranquilo por la plaza, fumando. No hicimos nada por llamar su atención, pero nos vio. Vino hacia nosotros.

Eran poco menos de las siete, por lo que faltaba poco más de una hora para ir a casa de la Pepi.

Nos saludó, nos saludamos, nos ofreció tabaco, que aceptamos, se sentó al lado de Siro, y dio una calada tan fuerte que hasta creo que sonaron sus pulmones llenándose de humo.

Había salido a dar una vuelta. Mitu y la Pepi estaban en casa, y él salió a dar una vuelta.

—Oye, ¿tú dónde conociste a Mitu?  —le preguntó M., que estaba obnubilado con las historias de las últimas noches, y ya había dicho que estaría de puta madre enrolarse en algún barco pesquero y navegar el mundo entero.

El Pingo volvió a dar otra calada profunda. Más que fumar parecía comerse el humo, porque yo no veía por donde lo echaba.

—En Basora —dijo, sin quitarse el cigarrillo de los labios.

Después de Tombuctú, escuchar ahora Basora me hacía ir por ciudades que yo creía que sólo existían en la imaginación de algún viajero antiguo y en los libros. Pero estaban resultando reales. Basora es ciudad de Las Mil y Una Noches, la ciudad desde donde salió Simbad el Marino, donde el criado acudió a la cita con la muerte, donde el Tigris y el Éufrates ya se han hecho uno cerrando Mesopotamia en un abrazo irrompible. Por ella han pasado casi todas las guerras y seguramente por aquí también pasaron Adán y Eva cuando fueron expulsados del Jardín del Edén.

—Medio muerto —dijo de nuevo.

—Nos estarán esperando, ya— dijo, y los tres nos levantamos hablando de la puta humedad que nos tenía empapados todo el día.

El Pingo tenía llave. Abrió y subimos por unas escaleras de madera que crujían a cada paso que dábamos. Gracias que en el primero se acababa la subida.

La casa estaba en penumbra, al menos el pasillo y por él fuimos hasta el salón. No había nadie. El Pingo dijo que él tenía que bajar a comprar tabaco, y a mí me extrañó que no lo comprara antes de subir.

Siro y yo nos miramos, y nos dimos una vuelta por el salón. Nada fuera de lo normal. Y entonces apareció por una puerta Mitu. Y detrás de él, ajustándose el cinturón de su bata, la Pepi.

Nos saludaron, nos dijeron que el cordero estaba en el horno, y que nos iban a poner una cerveza. Un lujo.

Nos sentamos los cuatro con nuestras respectivas cervezas. Siro y yo en el sofá. Ellos, cada uno en sendos sillones que lo flanqueaban.

—Bueno, para que sepáis todo: Mitu es mi hombre. Y es mi amante. Mitu es el hombre de la casa. Y cuando estamos juntos, el Pingo se va. Acepta todo, pero no lo soporta.

—¿Y qué pasó con el valenciano? —Siro no aguantaba la espera.

Tomó la palabra Mitu. Nos dijo que Moncho le invitó a viajar con él a España, su primo Bakary le animó a aceptar, y a España llegó en el yate del valenciano. A Valencia. Otra forma de ver el mar, que, como el campo, tiene mil formas de mirarse y otras tantas de verse. Una forma amable. Sensual.

En Valencia se podía haber quedado a vivir en el barco, le ofreció Moncho, pero Mitu dijo que quería conocer más, que quería seguir navegando, aunque fuera trabajando en algún buque. Y Moncho le buscó un hueco en un petrolero, como ayudante de cocina, aprovechando lo que había aprendido con su primo Bakary y el castellano que bebió con Moncho.  Y así fue como un hombre de mar de arena se convirtió en marinero de mar salada.

Durante varios años surcó los mares de este a oeste y de norte a sur, dando de comer a marineros y obreros del petróleo. Y en el camino, perfeccionó el castellano y aprendió el inglés, el portugués y el italiano, porque de todas esas naciones había gente en el petrolero, y era muy valorado por sus jefes por su laboriosidad y su gran capacidad y disposición de aprender.

La primera vez que tocó tierra tras su primera travesía, lo hizo en Algeciras, y allí su jefe, el cocinero principal, Matías Semprún, le llevó de putas a un burdel del puerto. Se llamaba, recordaba el nombre, Ópalo la chica con la que se estrenó. Era la primera mujer con la que tuvo sexo. Y también le gustó. Una chica alta, guapa, amable y no muy cara que le hizo pasar una noche inolvidable. Los tres días que estuvieron en Algeciras, acabó en la cama de Ópalo.

Los años siguientes, cambió completamente de bando, porque en el barco él era impar, o al menos no sabía de otros, y en cada puerto que bajaba, buscaba compañía de pago y femenina. Aunque nunca olvidó a Moncho, y las dos veces que atracó en Valencia, le llamó y las dos veces durmieron juntos.

Entró el Pingo en ese momento.

—Cariño —dijo la Pepi—, siéntate aquí, y le señaló una alfombra a su lado después de ir a por su cerveza. Cuando acabemos de cenar, nos preparas un buen mate, le avisó. El Pingo asintió.

Nos dijo Mitu que le gustaba ir con chicas de pago porque no preguntaban nada, y sólo se dedicaban a dar placer y eran muy agradecidas cuando te portabas como buena persona.

—Se conoce a todas las putas de todos los puertos. Y todas le conocen a él— dijo El Pingo, resignado.

Todo cambió, de nuevo, después de una visita a Génova. Allí embarcó un marinero llamado Angelo. Guapo. Joven. Dulce. Y se enamoraron. Perdidamente. Eso dijo Mitu. No es fácil mantener oculto algo así en un barco, y aunque lo intentaron, todo el mundo acabó enterándose. Y no gustó mucho. Pero el cocinero era amigo de Moncho Garrido, y no le resultaba extraña la homosexualidad, y fue protector. En el barco nadie se metía con ellos, aunque los miraban con cierta sorna.

La Pepi cortó en este punto. Se levantó, y les dijo a Mitu y al Pingo que iban a poner la mesa. A nosotros no nos dejaron levantarnos.

La cena fue monumental. Los prometidos espaguetis carbonara, atiborrados de pimienta negra y con panceta (Mitu era musulmán, pero si había que comer cerdo, lo comía). Riquísimos.

De segundo, cordero asado. Una pierna enorme que el propio Mitu repartió. Nunca habíamos comido cordero con tantos sabores. Algunos familiares, pero otros muy extraños. La carne estaba tierna, jugosa y, una vez que te hacías a esos sabores, se comía bien.

Durante la cena sólo hablamos de nosotros, de Siro y de mí. Poco teníamos que contar, más allá de que estábamos de turistas antes de empezar el nuevo curso. Pero que al paso que llevábamos, no íbamos a salir de la Plaza Real y del bar de Barrilet.

El Pingo se ofreció a enseñarnos la ciudad. Le dijimos que se lo agradecíamos, pero que no hacía falta, que no teníamos hora de levantarnos y que tampoco queríamos tenerla. Y así fue transcurriendo la cena, en tono amable, amigable y divertido.

Y después de la cena vino el mate.

—Hay quién dice que el mate de noche quita el sueño. Pero eso para nosotros no es problema, ¿no? — dijo la Pepi. Y nos reímos todos. No, no era problema.

Esto también era nuevo para Siro y para mí: el Pingo trajo un recipiente, con forma de calabaza, abierto arriba y forrado con cuero “de vaca argentina”, aclaró, y una especie de pipa que llamaba bombilla y que a mí me recordó lo que usaban los curas de mi pueblo para bendecir los ataúdes con agua bendita y que se llama hisopo. Por la bola agujereada. Echó agua caliente, que humeaba, encima de unas hojitas rotas, como la manzanilla natural que me preparaba mi abuela cuando me dolía la barriga. Y metió la bombilla. Se lo llevó a los labios y sorbió. Después volvió a hacer lo mismo, echar el agua caliente, y se lo pasó a la Pepi, pasando de mano en mano y de boca en boca, cebándose cada vez, hasta que llegó a mí, que fui el último.  Estaba amargo. Y caliente. No me gustó nada. Pero me lo bebí todo.

El Pingo nos contó qué el mate es una yerba sudamericana, con cuyas hojas secas los guaraníes se preparaban su bebida estimulante, como el café o el té. Y que en su tierra nunca se matea solo, siempre en grupo.

Su tierra, un pueblo en la pampa argentina llamado General Acha, en medio de todos los caminos y con más vacas que personas, estaba tan alejado del mar como la Tombuctú de Mito. Dos expertos marineros nacidos donde el mar no se conoce ni de oídas. Pero así era. Y su pelo rubio, su altura y el azul de sus ojos lo explicaba diciendo que su padre nació en un pueblo cercano a G. Acha llamado Colonia Santa María, donde todos eran alemanes. Y su nombre verdadero era Konrad Franhed, aunque su padre le llamaba Conrado y se “argentinizaron” el apellido para que no pareciera extranjero en su tierra, y el Franhed acabó en Frangetta. Así que era Conrado Frangetta, el Pingo.

Mientras el Pingo hablaba de su pueblo, Mitu encendía tres velas sobre la mesa y la Pepi abría una botella de vino. El Pingo sacaba su botella de ron, y todos nos servimos.

—Ser maricón en un barco es más duro que serlo en tierra— dijo la Pepi, cogiendo la mano de Mitu, que la miraba con amor.

Y Mitu siguió hablando de él y de Angelo.

Llevaban ya más de cuatro años juntos, compartiendo cama, tristezas y alegrías, cuando arribaron a Basora.

En ese tiempo, Mitu, siempre que tocaba tierra, buscaba prostitutas. No lo tenían escrito, pero así era aceptado por Angelo, que o bien se quedaba en el barco o se iba por su cuenta.

En Basora decidieron bajar juntos: habían pensado asentarse en Génova, dejar de navegar y buscar trabajo. Él era buen cocinero, y Angelo sabía pescar. En Basora querían celebrar esta decisión que habían tomado en el trayecto desde Augusta, en Sicilia. Hasta entonces, para ellos tierra era tierra, no una tierra concreta con costumbres y culturas concretas. Sólo tierra. Un sitio sólido donde pasear sin tambaleos, beber sin tener que atar la botella e ir de putas.

La historia que nos contó nos dejó casi sin ganas de cenar. Nos dijo que habían estado, él y Ángelo, esa primera noche en un tugurio del puerto de Basora, que está en el río Shat el Arab, que es el hijo de los dos grandes ríos de la Mesopotamia. Entraron cogidos de la mano. Ese día comieron, bebieron, se besaron y se fueron de vuelta al barco. Todo tranquilo.  Por eso, al día siguiente volvieron al mismo sitio, pero ya no fueron bien vistos. En un inglés desastroso, un moro de turbante sucio y sin dientes les dijo que allí no dejaban entrar a maricones. Y sin comer, se fueron. Pero no les dejaron irse en paz. Los siguieron, y en una callejuela estrecha, un grupo que hablaba en árabe los atacó. Angelo recibió una cuchillada en la barriga, y a Mitu le dieron tal patada en la entrepierna que le reventaron los huevos —Se los tuvieron que extirpar y le dejó una cojera para el resto de su vida—. Allí los dejaron, tirados como fardos de basura, uno desangrándose y el otro con los ojos vueltos de dolor y medio muerto.

Si no llegan a pasar otros marineros por allí, hubieran muerto como dos ratas.

—Fue la primera señal del destino— dijo Mitu, al que la luz de las velas, temblorosas y amarillas, le hacían bailar el color de la cara, pasando casi hasta por el rosa, o por lo menos a mí me lo pareció.

—Sí —continuó el Pingo—. Medio muerto.

Y siguió:

Él, el Pingo, había llegado ese mismo día a Basora en un carguero lleno de electrodomésticos, procedente de Hamburgo, y tenía que volver en una semana cargado de dátiles a Génova, y andaba buscando sitio para cenar. Y en la búsqueda, se encontró a la pareja de moribundos en el camino. Pidió ayuda y los llevaron a un hospital. Allí curaron a Angelo, y a Mitu le tuvieron que extirpar los testículos. Los dos. Le caparon. El Pingo estuvo en la ciudad una semana, y fue a visitarlos todos los días. Pero su buque, al cabo de esa semana, estaba listo para volver, y no podía dejar a aquellos dos allí. No se le ocurrió otra cosa que llevárselos en su mercante. Se lo dijo al capitán y sorprendentemente, quizás apiadado, aceptó. Su médico, el del carguero, los cuidaría hasta llegar a Génova. Y entre esa semana en Basora y los días de viaje hasta Italia, el Pingo y Mitu se liaron, que es una forma marinera, parece ser, de decir que se enamoraron. O sea, que Mitu se enamoró del Pingo, el Pingo de Mitu y Angelo se quedó solo y sin planes en su tierra.

—Esa fue la segunda señal del destino—siguió el africano.

A Mitu le contrataron de ayudante de cocina en el carguero del Pingo, y juntos navegaron por esos mares de Dios durante más de dos años.

—Mirá —dijo el Pingo cargando la “a”— me llaman marica de malos modos, y lo aguanto y me hago el sordo, pero aquel guacho me llamó “putita” y “nena”, y eso, que me hirvió la sangre, me llevó a conocer a Mitu y a Pepi, las dos personas a las que más he querido en mi vida. Si aquel reverendo hijo de mil putas no me hubiera llamado “nena”, no sé dónde estaría hoy. Quizás sufriendo el olor a vaca de aquella tierra dolorosa.

Su acento musical hacía que cuando hablaba a nosotros nos pareciera que cantara.

Pero ¿quién le había llamado eso al Pingo? ¿Quién era “aquel reverendo hijo de mil putas”?

Siro y yo nos habíamos servido ron. Mitu se había recostado en el sofá y parecía dormitar, y Pepi había ido a la cocina.

Entonces, el Pingo se levantó, fue hacia Mitu, que había empezado a respirar acompasado, ya dormido, le acomodó la cabeza, recta, sobre el respaldo del asiento, le besó en la frente y dijo, en aquel momento, en una casa de puta, con un vaso de ron en la mano, tarde y envuelto en humo, la más bella frase de amor que jamás he escuchado.

—Te quiero tanto que me das miedo, pibe.

Me pareció preciosa en aquel momento. Luego, con el tiempo, también he descubierto que fue preciso: la persona que más quieres es la que más daño te puede hacer. Para tener miedo.

Señalando a Mitu, que dormía ya plácidamente, siguió inspirado.

—Comiendo y bebiendo. Así celebramos todo. ¿por qué no celebrar todo cogiendo? Seguro que es mejor para la salud del alma.

Y nos contó esa historia de “putita” y “nena”.

En la Pampa, dijo, no está bien visto ser homosexual. Como en todos los sitios, dije yo. Pero él empezó a hablar de la gente de la Pampa. Cuando él nació, la Pampa todavía no era provincia, sino “territorio”. El Pingo era medio poeta, o poeta entero. Parecía un juglar recitando cuando hablaba, y daba gusto oírle hablar.

—¿Sabés? En la Pampa la gente vive sola. El cielo está alto y la tierra baja. No existe el horizonte en la llanura. El cielo viaja solo y la tierra no le espera. Y cuando sopla el pampero, el sucio, se te hiela el corazón del frío, y sólo el mate alrededor del fuego alivia las noches heladas. Y en esos fuegos, se cuentan historias que nunca sabés si son verdad, pero que son bonitas.

Escucharle hablar era como asistir a un concierto de violín, con vocales largas que se iban desparramando por entre las consonantes que a veces aspiraba.

Decía que allí, escuchando a los viejos entre sorbos de mate, conoció, de oídas, el mar, el de agua, porque el de yerba lo conocía desde que nació. Oyó de barcos, algunos míticos como “los que vinieron de Europa a jodernos la vida”, decía el viejo indio Corbo. Otros trágicos, como el que se hundió por un golpe de hielo. Nunca creyó, dijo, que un golpe de hielo pudiera hundir un barco que decían mayor que la cuadra donde vivía, hasta que, años después, vio el hielo de verdad, un bloque loco navegando por su cuenta cerca de la costa de la Patagonia que durante un día pareció perseguirles.

Y en torno al fuego conoció a un repentista, a un payador de La Reforma, uno de esos poetas callejeros, que le fascinó con sus versos que no entendía pero que escuchaba boquiabierto. Y ahí quiso ser payador, ir de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta improvisando y recitando.

Pero su padre dijo que primero la obligación, que era la casa de comidas que tenía a la entrada de la ruta 152, justo en el cruce con la 35. Su padre tuvo la visión de que ese era el punto exacto: la confluencia de las dos rutas, la que se va para Neuquén y la que sigue para el Río Negro y la Patagonia. Y allí montó un restaurante que llamó “Las dos Rutas”. Y allí fue creciendo el Pingo, entre el restaurante y su casa de General Acha.

Y no tardó en descubrir su “naturaleza”, como él decía.

—Con quince o dieciséis años, iba de levante con los amigos. Y en el boliche me di cuenta de que a mí no me gustaban las minas, sino los pibes. Miraba más a los pibes que a las chicas. Pero creo que ese descubrimiento sólo fue sorprendente para mí, porque resultó que todos lo sabían.

No era tarde, pero veíamos a la Pepi y a Mitu con ganas de dormir, así que creímos conveniente dar el último trago y despedirnos.

El Pingo volvió a ofrecerse para enseñarnos Barcelona, y ahora no pusimos pegas. Había empezado una nueva historia, y de nuevo la curiosidad se alzaba en armas. Quedamos a las once de la mañana (con algún temblor, porque llevábamos tres o cuatro días levantándonos después de las dos). Pero si queríamos ver algo, dijo el Pingo, había que madrugar.

A las once en punto estábamos desayunando los tres en la ya nuestra Plaza Real, y desde ahí empezamos nuestro paseo turístico. Con el café aún ardiendo, Siro habló.

—En nuestro pueblo, “pingo” es alguien zarrapastroso, de mal ver, mal cuidado. ¿Por qué te llaman a ti “Pingo”?

—Quizá porque yo no soy de tu pueblo. En el mío, un pingo es un caballo de montar de calidad.

Tanto Siro como yo quedamos a la espera de continuación, porque si bien como pingo no le veíamos, como caballo tampoco. Pero pronto nos aclaró.

—Un turista rico me pagó un día para dejarme coger. Yo tenía 20 años. El muy boludo. Yo lo hubiera hecho gratis. Pero me pagó. Nos fuimos a su habitación, y me cogió bien a gusto. Y a la noche, cuando volvió a su auto para irse, vino hacia mí y me dijo: “Sos un buen pingo, pibe. Se te monta bien”, me dio una palmadita en el orto y me dio su tarjeta, con el aviso de que, si algún día iba a Buenos Aires, le llamara. El Chavito, un chico escuálido y mal hablado, lo escuchó, y desde ese día empezó a llamarme Pingo, y todos me siguieron llamando Pingo, y desde entonces me llamo Pingo. Pero lo peor no fue el nombre, sino que todos se enteraron de que yo, además de marica era puta.

Nos contó que su familia era alemana. Su abuelo fue uno de los fundadores de Colonia Santa María, no muy lejos de General Acha. Esta colonia la fundaron alemanes, del Volga para más señas. No sabía yo que hubiera alemanes de Rusia, pero sí que los había: su familia era de esos. Todos eran alemanes y siguen siéndolo. Tienen nombres alemanes. Él se llamaba Konrad Franhed, pero cuando su padre abrió el restaurante le argentinizó el nombre y el apellido, pasando a llamarse Conrado Frangetta, alias el Pingo.

Hasta el día de su segundo bautizo, su vida era normal: al colegio cuando era obligatorio y ayudar a su padre en el negocio. Era divertido. Como decía, era un poco amanerado y eso caía bien. Conoció a mucha gente, transportistas, turistas, viajeros, que iban para Río Negro, o la Patagonia o Neuquén, que para todo era de paso General Acha.

—Pero a partir de aquel día de cobro con el porteño, se corrió la voz y de vez en cuando me salían servicios, bien pagados.

—Maldito fue el día que a mi pueblo llegó, en las fiestas del ganado, que allí se llaman del Ternero, de la yerra y del pial, Manuel Sancristóbal Luján, el Luján, el más famoso payador de toda la Pampa, y me acerqué con ánimo de contrapuntear, de divertir a la gente haciendo dueto. Yo siempre quise ser payador, y aquel hombre, por lo que había oído, era un ídolo.

—Pero aquel hombre no era bueno. No. Y me recitó lo que nunca debió recitar,

“¿Qué quiere, pues, la putita?

Dice que contrapuntear.

Solo contrapuntea el hombre,

nena.

Las minas, escuchan el recitar”.

—Me llamó nena. Y yo, marica, sí, pero mujer no. Y le enseñé el facón, y allí, en su filo, le dije, se lavan las ofensas, y se contrapuntean las hombrías, y no en versos mujeriles de viejo arrugado.

«Y el Luján se vino a mí, confiado, y me enseñó su cuchillo, y se envolvió el brazo en un poncho, sin más preámbulo, diciendo “vos viste, me retó”, dirigiéndose a alguien del público, y añadió “siempre sobra un maricón”. Luego me enteré de que el payador odiaba a los maricones más de lo normal, lo que nunca supe es por qué. Me dijeron que siempre que podía tiraba puyas allá por donde iba, que hasta ese día le habían salido gratis, pero que conmigo tendría que pagar.

—Él era más fuerte, más alto, más experto, pero a rabia le ganaba yo. Él venía confiado, pensando que un niño, además marica, no le iba a discutir, pero la ira da mucha fuerza, y con toda la que a mí me dio me abalancé sobre él y casi sin darme cuenta me encontré casi mordiéndole una oreja mientras mi cuchillo le partía en dos el corazón.

—¿Vos sabés que el último suspiro sabe a sal? A sal, que me lo echó en toda la boca.

Nos contó que en la pampa aún se dirimían pleitos a cuchilladas, aunque cada vez menos. Pero que ya estaba perseguido, y que tuvo que huir. Y lo hizo buscando a aquel hombre que le llamó “buen caballo”. Su padre le buscó acomodo en el camión de un cliente habitual del restaurante, a cambio de un año de comidas gratis, y en ese camión, escondido entre cajas de frutas, llegó a Buenos Aires y buscó a su “jinete”, que resultó ser el jefe y propietario de un gran despacho de abogados que se dedicaba principalmente al mundo del mar. El hombre estaba casado, con dos hijos, pero le dejó las llaves de un apartamento que tenía vacío adonde iba por las tardes.

Pero allí tampoco estaba seguro, porque la justicia, le dijo, por muy lenta que vaya acaba llegando, y lo mejor era que saliera del país. El abogado le recomendó al capitán de un buque carguero que se pasaba meses y años sin tocar puerto argentino, que por amistad le acogió, le contrató y le puso a trabajar, y así fue como el Pingo, pampero de tierra adentro, hombre de mar de yerba, se convirtió en hombre de mar salada.

La primera travesía fue hasta Valencia, en España, llevando en contenedores frigoríficos carne de vaca, que seguramente fuera de su tierra. Valencia fue su primer puerto ya como marinero. Esa travesía le reordenó su cuerpo. Le cuarteó las manos, que tuvo que enjuagar con vinagre cada noche; le abrió los labios, que tenía que untar con aceite para que no se le cayeran a cachos; su piel de tonos claros se oscureció, a partes abrasadas y su pelo rubio se quemó haciéndose más rubio aún. A Valencia llegó con el cuerpo preparado para seguir surcando cualquier mar, encallecido y embravecido como el mismo mar. Supo que antiguamente, en los barcos, el “pecado nefando”, o sea la homosexualidad, se castigaba con la muerte. Tan grave era que ni siquiera se nombraba. Pero en sus tiempos a nadie le importaba con quién te pudieras acostar, siempre que cumplieras con tu trabajo, del que dependía, en parte, el propio trabajo, y casi la vida, de todos. Eran hombres que lo único que anhelaban era llegar vivos al siguiente puerto.

—Vivimos de puerto en puerto. Y entre puertos, trabajamos.

Durante años estuvo enrolado en este carguero, recorriendo el mundo entero, aprendiendo los secretos del mar, soportando tormentas, temporales y bonanzas.

Y un día cargaron contenedores llenos de frigoríficos en Hamburgo y se plantaron en Basora. Iban avisados. Estarían una semana, y Basora no es tierra para gente como ellos. Sigue siendo “pecado nefando”. A algunos los cuelgan. A otros los lapidan. Mejor pasar desapercibidos. Y en su primer paseo se encontraron a Mitu y Angelo medio muertos.

A Mitu le tuvieron que extirpar los dos testículos, reventados seguramente por una, o varias, patadas. Angelo tenía una cuchillada que le había quedado a las puertas del corazón, porque según dijo el médico, Alá no quiso que fuera su momento, aunque hubiera preferido morir de una cuchillada desconocida que del desgarro que le acabaría matando.

Además, los dos tenían la cara destrozada y sus cuerpos repletos de cardenales.

El Pingo se sintió atraído de inmediato por Mitu, del que no sabía nada, aunque suponía lo que había pasado y qué había motivado semejante paliza. Durante la semana que estuvo en Basora, todos los días los visitó en el hospital: era su salida diaria del barco. Y previendo que él se iría antes que Mitu y Angelo salieran del hospital, arregló con su capitán su embarque con ellos. Y con ellos se los llevaron a Génova.

Angelo, genovés de nacimiento, y Mitu habían hecho planes para asentarse en Génova, pero los días de hospital y de travesía cambiaron los planes. Mitu y el Pingo se enamoraron. El primer amor del Pingo.

—Querer es un regalo del alma. Ser querido es un regalo para el ego. Querer y ser querido a la misma y por la misma persona, es un regalo de la vida.

Y cuando Mitu se lo dijo a Angelo, justo el día que arribaban a Génova, el italiano se buscó un hueco y se tiró al agua. Pero seguía sin ser su momento, y fue rescatado con vida y con vida se quedó en Génova.

—Y querer sin que te quieran es un dolor sin cuartel, dolor de las esperanzas muertas.

El Pingo siempre parecía hablar en verso, y buscando las palabras en el fondo de su corazón.

Los buenos oficios que tenía con el capitán permitieron que Mitu se quedara en el barco como ayudante de cocina. Y durante dos años más navegaron juntos, casi como matrimonio sin cama propia. El Pingo aceptó bien que Mitu tuviera que buscar mujeres cuando tocaban tierra. Curiosamente, no sentía celos cuando Mitu iba con mujeres. Pero no llevaba bien que mirara o le mirara un hombre. Ni siquiera soportaba las historias antiguas que Mitu contaba con hombres.

—Yo sé que de una mujer no se va a enamorar— decía el Pingo—.  No es rival. Pero un hombre sí.

Y un día, llegaron a Barcelona. La estancia, que iba a ser para diez días, ya iba por los dos años.

Mitu, la primera noche, fue de putas. Y conoció a la Pepi. Y la Pepi, que vio en él su salvación, se sintió atraída por este hombre capado, dulce y buen amante. Porque no lo hemos dicho, pero la falta de huevos no le impedía a Mitu desempeñar su papel de amante con plenitud. Pero la Pepi veía otra cosa. Y no lo dudó. En él vio lo que necesitaba. Un hombre fuerte, y bueno. Llevaba ya casi un año sin hombre, y eso no es bueno en su trabajo. No es bueno que la vean sola, sin chulo, sin nadie que la proteja. Y en Mitu vio la solución a sus problemas. Y se lo propuso.

Y Mitu, aunque no tenía ni idea de cuál sería “su trabajo”, lo vio como el anclaje que tanto tiempo llevaba persiguiendo. Porque eso había sido su primer deseo desde que trabajó en el primer barco: llegar a un puerto, asentarse y vivir el mar de lejos.

—El mar es como el campo —nos dijo en una ocasión el Pingo—. Hermoso para el que lo contempla, duro para el que lo suda. Evocan versos líricos para el que va de paso, y de tragedia para el que se queda. El que va de visita, lo disfruta. El que lo vive, lo sufre.

Y Mitu se llevó al Pingo con él el día siguiente, sin decirle nada, esperando que la Pepi se lo explicara mejor. Y juntos fueron a verla.

La Pepi les explicó. Y el Pingo lo entendió a la primera: el trabajo de Mitu sería sólo estar, porque la Pepi no “era de nadie”.

En tres días dejaron todo arreglado: los tres vivirían en casa de Pepi. A ella no le importaba que el Pingo y él fueran amantes, o novios, o marido y mujer. Ella sólo quería que por la calle la vieran acompañada. El Pingo se buscó un trabajo, porque los tres del “sueldo” de la Pepi no podrían vivir, y lo encontró de camarero en un bar de ambiente gay del barrio gótico. Sólo trabajaba los fines de semana, y, con las propinas, sacaba un buen dinero.

Cuando los conocimos, Mitu también había intentado encontrar un empleo: la edad no perdona y la Pepi cada vez tenía menos trabajo. Pero la edad no perdonaba a nadie, y con cuarenta años tampoco es para empezar como aprendiz. Él era cocinero, pero su titulación de mar no le servía mucho en tierra, y cuando nos fuimos aún no lo había encontrado.

Y una frase que se me escapó, dicha por decir algo, les sirvió para dar una nueva vuelta a sus vidas.

—Pues podéis poner un bar. De eso entendéis — dije, pretendiendo hacer una gracia

Aquella noche, después de visitar medio Barcelona sin enterarnos de nada más que de la historia del Pingo, comimos con apetito, los cinco otra vez.

Y la Pepi nos lo propuso: era verano, en su casa había sitio para poner dos alfombrillas en el suelo del salón y para los días que íbamos a estar no íbamos a estorbar y nos podíamos ahorrar el dinero de la pensión. Así, de golpe, dudamos. Pero no había muchas razones para negarnos, así que esa misma tarde ya estábamos haciendo copias de las llaves y pagando y dejando la pensión. Y con nuestros bártulos a cuestas, que no eran muchos, nos acampamos en el salón de la casa de la Pepi, Mitu y el Pingo.

—Vosotros ocupáis poco. Sois dos en uno —dijo, y se puso a reír.

Ella salía a trabajar por las tardes, Mitu cocinaba, y el Pingo, que sólo trabajaba en fin de semana, nos enseñaba Barcelona sentados en cualquier terraza.

Y nosotros, por fin, salimos de aquella zona combinada de gótico y chino y un buen día alcanzamos la Plaza de Cataluña. Y en ella encontramos el que iba a ser lugar sustituto de la plaza Real: el café Zúrich. Aquí veníamos a desayunar y aquí veníamos a tomar la cerveza del mediodía y al caer la tarde. En su terraza, con vistas a la plaza y con el Pingo de guía, disfrutamos de algunos de los mejores momentos de nuestra estancia.

—¿Sabés? —dijo el Pingo una tarde de brisa ausente, calor sofocante y tremenda humedad. Era su forma de empezar a hablar.

—Mi padre me escribió hace un par de años. Me dijo que lo mío ya prescribió, que ya no soy fugitivo, y que podía volver. Y que en el pueblo habían abierto una fábrica donde podría trabajar. Una fábrica de yesos o algo así. Pero eso ya no es posible. Cuando sudaste el mar, cuando lo sufriste, cuando lo disfrutaste, ya no te podés separar de él. Te adopta y no hay forma de volverle la espalda. Ya no.

Poco después, Siro y yo volvimos a nuestra realidad, pensando que, quizás, nunca más nos volveríamos a encontrar a este trío extraordinario. Nos equivocábamos.

Segunda Parte

I

Hay sorpresas y sorpresas, pero cuando un lunes te llama por teléfono una persona de la que sólo tienes el recuerdo de unos pocos días, lo que de verdad te sorprende es el que te acuerdes de esa persona, y que esa persona se haya acordado de ti.

La secretaria, con una voz casi temblorosa, supongo que dudando si debía pasarme la llamada o no, aunque quién llamaba había asegurado que yo le conocía desde hace “mil años”, dijo.

—Le llama…dice que se llama…”la Pepi”.

Por unos segundos clavé la mirada en la torre de televisión de O’Donell que se veía desde mi despacho. Y un revuelo de recuerdos, amontonados, se me vinieron encima. ¡La Pepi! No podía ser otra. Sonia me pasó la llamada.

—¿Sí? —dije, avisando de que ya estaba.

Sí, era la Pepi. La saludé contento. Me saludó contenta. Y al lado tenía al Pingo, que también me saludó, con su voz de tono inconfundible y acento invariable. Me invitaban a Barcelona, junto a Siro, al que no habían encontrado. Confiaban en que encontrando a uno encontrarían a los dos.

Habían pasado veinte años enteros desde que Siro y yo conocimos a este trío. Al irnos, la Pepi se quedó con el teléfono de mi casa, y yo se lo fui actualizando a medida que iba cambiando de número. Al principio me llamaba con frecuencia, y me contaba cosas. Pero después de tres o cuatro años, la llamada se redujo a Navidad, para felicitar las fiestas. Y en los últimos diez o doce años, ni eso. Así que poco sabía de ellos.

La Pepi me contó todo, más de media hora de teléfono.

Cuando nos fuimos, para ellos todo siguió igual. La Pepi con su oficio, aunque cada día con más dificultades; Mitu encargado de la casa y el Pingo de camarero, pero mejorado, porque le habían contratado para la cafetería del hotel Ritz los fines de semana. Y así habían estado hasta que una noche el Pingo dijo, como acordándose de nosotros, que podían abrir un bar, que ya estaba harto de aguantar a jefes y malas propinas. De ello hablaron, hasta que la Pepi aportó la idea que al final iba a triunfar: decidieron abrir un restaurante.

No habían caído en la cuenta de la tremenda experiencia que acumulaban entre los tres: Mitu como cocinero; el Pingo como camarero y la Pepi como relaciones públicas. Y con los ahorros de la Pepi (toda la vida ahorrando de sus ingresos de puta para dejar de ser puta) y la dedicación y empeño de los otros dos, consiguieron un local no muy lejos del Liceo, propiedad de un hombre de Lugo al que la Pepi ayudó cuando llegó a Barcelona y que se lo dejó muy barato, y en él pusieron un restaurante que acababa de recibir su primera estrella Michelín, en pleno barrio gótico de Barcelona.

—Mitu está allí ahora, atendiendo a periodistas —dijo el Pingo.

Haciendo cuentas, yo calculé que Mitu debería tener más de sesenta años, y la Pepi setenta. El Pingo era más joven. Pero claro, la Pepi trabajó toda su vida en negro, con factura y sin cotizar.

La Pepi me dijo que la idea desde el inicio fue destacar, no sólo dar comidas de menú a los obreros de la construcción o del reparto, sino de hacer cocina de la buena.

Bien mirado, mirando a los socios fundadores, sorprendía ese mirar tan alto, pero los corazones a veces guardan secretos que ni los propietarios conocen.

No se anduvieron por las ramas: Mitu llamó y presentó el proyecto a su primo Bakary Diakité, que aceptó entusiasmado con la idea de trabajar en Europa, y que se trajo con él todo el exotismo de la cocina africana. Y también a Matías Semprún, el cocinero jefe del petrolero Black Moon, el que le inició en las putas, que aceptó entusiasmado por poder trabajar en tierra firme y para paladares que pudieran disfrutar y agradecer su trabajo, harto ya de marineros hastiados de comer fuera de casa, y que se trajo con él la variedad de gustos y guisos que dan dos o tres décadas dando vueltas al mundo.

Y ellos cinco, como digo, abrieron el restaurante Las Tres Rutas, en homenaje a las Dos Rutas del padre del Pingo, aprovechando que por allí se podía pasar para ir al mar, a la montaña o de putas, “tres rutas”, como bien defendió el pampero. La Pepi empezó a mover sus hilos, que eran muchos y de variada calidad, y la gente del Liceo empezó a dejarse caer a cenar por allí, y el éxito fue inmediato. En un mes consiguieron llenar la agenda para todo el mes siguiente, y en tres meses, era medio año lo que había que esperar para cenar allí y uno entero para comer.

Ahora nos invitaban para que estuviéramos presente, Siro y yo, en la fiesta que iban a organizar por la famosa estrellita el fin de semana. La fiesta sería el domingo, pero nos querían allí el sábado para una celebración más íntima.

Para ellos, me dijo la Pepi, los dos habíamos sido una inspiración, como una corriente de aire tibio. Si digo la verdad, me sorprendió tal cosa, porque no sé qué podíamos inspirar Siro y yo.

Pero ya no éramos los dos en uno que decía la Pepi. Ahora ya éramos dos en dos.

Desde entonces, habíamos terminado los estudios, y ya habíamos entrado en la edad adulta con el trabajo y esas cosas. Aunque a Siro eso de lo adulto le costaba mucho. Pero una de las cosas que supuso el cambio de edad es que cada uno siguió su vida por un camino propio.

Siro estaba en Praga buscando personajes para su primera novela. Sí, veinte años después aún seguía sin empezar su primera novela, pero su determinación era como una roca. Unos meses antes de que me llamara la Pepi, me dijo que no acababa de arrancar con su novela. Llevaba veinte años intentando arrancar, pero no encontraba personajes, me dijo. Y de pronto vio la luz: viajaría a la búsqueda de sus personajes, y empezaría por Praga. Eso era lo último que sabía de él.

La elección de Praga se explicaba por su devoción por Kafka. Y menos mal que eligió a éste, porque si su llega a decidir por su otro “ídolo” habría acabado tragando polvo por alguna autopista de Arizona o Nuevo México.

En cualquier caso, a mí me resultaba imposible localizarle.

II

Hoy estoy con la Pepi y el Pingo. Además, he conocido a Diakité y a Matías Semprún. Al verlos a todos juntos, he pensado lo idiota que somos a veces, lo ciego que podemos llegar a ser por no mirar con ojos de ver. Siro tenía allí a sus personajes. No tenía que haber ido a buscarlos a ningún sitio.

Estoy aquí con ellos, pero no habrá fiesta. Esta tarde hemos enterrado a Mitu. No enterrado literalmente, porque le hemos incinerado y nos hemos ido, a escondidas, con sus cenizas a esparcirlas por las aguas del puerto, allá cerca de las Atarazanas Reales, que ahora se llaman Drassanes, entre lágrimas largas de ella y la desesperación de él, que está como pasmado, sin atender a nada. Se pasó el día repitiendo que era culpa suya y llorando a lágrima viva. Le hemos tenido que sujetar entre Diakité y yo, porque se quería tirar al agua. Se quería ir con él.

Entre la Pepi y el Pingo me contaron todo.

El miércoles, como todos los días, a las cinco y media de la tarde, el Pingo, Mitu y la Pepi, tomaban un café sentados en la Plaza Real, descansando después de las comidas y esperando la hora de las cenas. Hablaban y reían y soñaban, como siempre, cuando unos cabrones, cuatro, se plantaron delante de su mesa.

—Vaya, pero si es la puta de la Pepi.

Y los cuatro se han reído como malas personas, con ganas de molestar. La Pepi reconoció al Sangrao, mala gente.

—Las veces que me la ha chupado, y ahora, mírala, que parece una señora. Con un restaurante sólo para ricos, ¿Qué os parece?

Ni la Pepi, ni Mitu ni el Pingo hicieron ademán de moverse. Estaban acostumbrados a cosas así o parecidas, pero entonces ocurrió lo imprevisto.

—Míralos, la puta y sus maricones. Y encima, negro. El “capao” y su niña. —No sé si lo de la “niña” lo dijo por la Pepi o por el Pingo, pero éste se lo tomó como algo personal, y, como si tuviera un resorte en el culo, saltó a por él, agarrándolo del cuello y cayendo los dos al suelo. Los otros tres se lanzaron a por el Pingo y Mitu fue en su ayuda, dando un empujón a uno de los mamones. Cuando se volvía hacia otro de los canallas, éste ha sacado una pistola y le ha pegado un tiro en el pecho, al tiempo que decía “por hijoputa, negro y maricón”. Después de un momento de desconcierto, los cuatro salieron corriendo y el Pingo y la Pepi se quedaron con un Mitu agonizante. Alguien llamó a una ambulancia, que cuando llegó se lo encontró muerto. La policía no tardó en encontrar a los canallas. Pero nosotros perdimos a nuestro Mitu. Y hoy le hemos enterrado.

*****

Esta es la historia de amor más extraordinaria que he conocido nunca. Cuando vuelva Siro, yo me encargaré de que la deje por escrito.

ALMAS DE PURGATORIO ( Un libro de relatos)

LIBRO I (EL FUSILAMIENTO)

LIBRO III (EL ESCRITOR)

LIBRO IV (RAYOS DE LUZ)

LIBRO V (LA APUESTA)

LIBRO VI (LA ESTACIÓN)